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El hombre más ilustre de su generación

Era un caballero de primera, de esos que visten de traje y corbata y que huelen a perfume francés. Un lector insaciable de periódicos, que se jugaba la vida en cada línea, en cada análisis, con la intención de descubrir, si en esas palabras misteriosas de los columnistas, había algún tipo de mensaje cifrado para su destino. Era un individuo de corazón tranquilo, que dominaba con fluidez el arte de la palabra, la retórica, el verbo; capacitado de un discurso ético que le permitía enajenar multitudes, como si lo suyo, se tratara de hacer magia. Era un auténtico domador de voluntades, que hablaba con un tono de voz fuerte, certero, que no cedía nunca, ni ante la desesperación, la preocupación y la incertidumbre infinita, que conlleva cruzar el desierto polvoriento de la carrera política. Era de mirada de acero, de cejas profundas, de cabello ensortijado y abultado en risos; de bigote sencillo, modesto, a lo colombiano. Fue un tipo de educación prolífica, que siempre se cuidó de esconde

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